sábado, 26 de julio de 2008

EL TORMENTO DE SER MICHAEL PITT


Es fácil intuir que el cuerpo de Michael Pitt, de 27 años, sufre las consecuencias de una larga noche cuando a las tres de la tarde ve a su compañero de reparto en Funny games, Brady Corbet, comerse una hamburguesa cargada de ketchup en el hotel neoyorquino donde se ha organizado la promoción del filme. “¡Qué asco!”, espeta. “¡No sé cómo puedes comerte eso ahora! A mí sólo me entraría un café!”, comenta con disgusto. A continuación, con ojos de cordero degollado, acepta la indicación de su publicista. Le toca entrar al matadero: la entrevista.

Sin llegar a sentarse, pregunta si puede fumar un cigarro. Y, sin sonreír, se alegra de saber que no molesta. En realidad daría igual: la habitación donde se ha pasado la mañana de promo parece un bar de Malasaña a las dos de la madrugada: sólo hay humo. Al natural Pitt se parece mucho más al tortuoso Kurt Cobain que encarnó en la película Last days, de Gus van Sant, que al ingenuo Matthew de Los soñadores, de Bertolucci. Su aire de adolescente atormentado no parece impostado. Por momentos una no puede evitar pensar: “Ay, pobre chico”. Claro que con los actores nunca se sabe, y quizá lo que incrusta la cabeza sobre sus hombros y aplasta su cuerpo como un peso muerto no sea más que la resaca. Lleva varios días celebrando el estreno de Funny games, la versión en inglés, copiada plano por plano, que Michael Haneke, rey del desasosiego en el celuloide europeo, ha realizado de su propio filme homónimo. La intención del director con el original era que se viera en Estados Unidos, “porque era una crítica muy concreta hacia ese tipo de cine violento que inunda la cultura del país. Pero aquí nadie ve películas subtituladas. Por eso me ha parecido muy valiente que decidiera volver a rodarla él mismo y sin variar nada, sólo los actores. No lo ha hecho por el cine, lo ha hecho por el mensaje, aunque quizá no funcione para quienes ya conocen el original”.

La historia es de una violencia casi insoportable para la vista; aunque en muchos momentos no aparezca de manera explícita en pantalla, consigue que el espectador quede petrificado asistiendo a los actos de tortura gratuita a los que dos jóvenes (Pitt y Corbet) someten a una familia (Naomi Watts, Tim Robbins y el hijo en la ficción de ambos). El rodaje no debió de ser fácil, ya que el cineasta alemán tampoco lo es. “He trabajado con directores muy diversos y a Haneke se le puede clasificar entre los que realmente saben lo que quieren. Hay algunos que te dan pautas y tú se las discutes y se las derrumbas con facilidad. Con Haneke es casi imposible, todas sus decisiones tienen un porqué”.

Algunos críticos han señalado que la película podría ser malinterpretada por los jóvenes, es decir, no ser entendida como una crítica sino simplemente como una película de ficción más. “Me preocuparía mucho que los niños vieran esta película y les gustara. No está hecha para gustar, sino para hacer pensar. Hay que ser un idiota para pensar que Funny games es cool, no tiene nada que ver con la violencia de Tarantino, ni es para rebobinar en el vídeo porque te hace gracia. Te pone mal cuerpo. Pero obliga a reflexionar sobre este mundo de violencia gratuita en el que vivimos inmersos. Si conseguimos ese efecto habrá merecido la pena hacerla”, comenta dejando atrás su timidez y su resaca a golpe de Coca-Cola y cigarrillos.

Curiosamente, tras el estreno varias páginas webs recogieron unas declaraciones suyas afirmando que la proyección de Funny games le había “perturbado mucho” y que le había rogado a su madre que no fuera a verla. “Creo que ya la he hecho sufrir demasiado”, dijo.

La leyenda cuenta que Pitt llegó a Nueva York procedente de su Nueva Jersey natal con dos dólares en el bolsillo y, pese a todo, se convirtió en estrella. La personificación del gran sueño americano. “Chorradas. Los periodistas insisten en contar esa historia como si fuera algo heroico, cool, pero yo lo pasé muy mal. Sufrí mucho. Fue duro, horrible, insoportable. No sé por qué se mitifica algo así”. Y el niño atormentado se come las uñas. “Yo venía huyendo de muchas cosas. Tenía muchos problemas con mi familia. De niño siempre me gustó el cine y pensé que quería ser actor. Al llegar a esta ciudad entendí que puedes encontrarte con gente y que un sueño como ése puede hacerse realidad. Por eso adoro Nueva York, porque aunque es durísima es posible hacer lo que te propongas. Te puedes reinventar”.

Desde el principio vivió en Brooklyn, un barrio que hoy está en la cima de sus días de gloria indie musical y donde se fragua “todo lo artístico realmente interesante en la ciudad”. Pitt es, además, guitarrista y cantante del grupo Pagoda, con el que está preparando su segundo álbum. Ya cantaba a los 14 años, en Nueva Jersey, pero no le enseñaron a tocar la guitarra hasta que llegó aquí. “Y nunca he podido dejarla desde entonces”, confiesa mirando al suelo. No se sabe si no mira a la cara por timidez compulsiva o por desinterés, pero enciende los ojos por primera vez al recomendar una banda de su barrio, The Magic Makers. “Si quieres ver algo muy loco, tienes que conocerlos”, aconseja.

Sentado descalzo en un escritorio de esta aséptica suite y tocándose el pelo como si fuera un tic nervioso, dice no tener proyectos a la vista —“Sólo la música, de momento”—, aunque se ríe al definirse como “excesivamente selectivo”. “A la larga va a ser mi ruina. Debería trabajar más, pero me cuesta mucho encontrar proyectos en los que realmente quiera invertir mi energía. Aunque no sé si es una buena decisión, porque siempre ando sin un duro”.

Antes de hacer cine pasó por el teatro y la televisión. En 1999 debutó en el off Broadway, junto a la compañía New York Theatre Workshop, con la obra The trestle at popple Leek Creek, un montaje en el que interpretaba precisamente a un adolescente sin esperanzas en el futuro. “Para mí aquella experiencia fue fundamental. Yo no tengo estudios, dejé el instituto a los 14 años, era muy mal estudiante, así que verme rodeado de gente con cultura, que leía libros, que veía cine, me enseñó muchísimo. Y me abrió muchas puertas. Entendí que era posible perseguir mi sueño a pesar de mis problemas”.

Poco después Pitt daba el salto a la teleserie Dawson crece. Rubio, con los labios carnosos, ojos verdes, un aire angelical y algo de animal herido. De inmediato se convirtió en ídolo de adolescentes, una imagen que prevalece aún hoy en Internet; hay cientos de páginas de jóvenes que matarían por una mirada suya, un calzoncillo o incluso un cepillo de dientes.

El primero en ver su potencial para la gran pantalla fue Gus van Sant, hoy uno de sus grandes amigos, que antes de Last days ya le dio un pequeño papel en Descubriendo a Forrester. Enamoró a la crítica muy poco después, al convertirse en el amante del transexual protagonista de Hedwig and the angry inch, el musical rock de John Cameron Mitchell. Trabajar con Larry Clark, un autor entregado a hurgar en las mentes y vidas secretas de los adolescentes, fue una consecuencia lógica. Le convirtió en uno de los protagonistas de la inquietante Bully. “Suelo escoger los proyectos en función de con quién vaya a trabajar. Van Sant y Clark son dos genios. Bertolucci, también. Me resulta muy difícil rodar con gente que no me gusta. Y ellos son historia”. Bernardo Bertolucci le llevó a París para protagonizar Los soñadores, una película en la que sus fans pudieron verle hasta la entrepierna. “En Estados Unidos puedes matar a 1.000 personas en una película y no pasa nada, pero enseñas un cuerpo desnudo y es un escándalo. Algo está podrido en esta cultura”, afirma clavando otra vez la mirada en el suelo.

Por eso le apasiona Barack Obama, el flamante candidato demócrata negro a la presidencia. Pitt no es Sean Penn, así que la entrevista no deriva en mitin. Su estilo es más radical: “Si Obama pierde no sé qué voy a hacer. No creo que pueda aguantar a otro republicano como presidente. Igual hasta me voy del país una temporada. La mitad de Estados Unidos está deprimida, es infeliz, vive mal. Hace falta un cambio. Espero que el país esté listo para un presidente negro. No sé qué coño será de nosotros si no gana”.

Hablar de Obama le ha puesto el humor por los suelos. No se le puede definir precisamente como un chico optimista. Aprovechamos el momento para hundirle un poquito más. ¿Cómo son ahora sus relaciones con su familia? “Uy, eso es muy personal…”, dice un poco agobiado. “Es igual, creo que es bueno hablar de ello. Pues son… difíciles. Pero no me importa, creo que he crecido mucho y he aprendido de ello, así que lo acepto. Es bueno haberlo vivido”. Y esta vez parece sonreír de verdad. Pitt tiene dos hermanas y un hermano. A su padre no lo menciona, y a juzgar por cómo habla de la mayoría de los directores con los que ha trabajado, son ellos los que han asumido en su vida el papel paterno para el que antaño fuera una oveja descarriada. “Cada uno ha supuesto una experiencia diferente. Cuando eres un actor joven, además puedes aprender de ellos muchas cosas, no sólo sobre cine, sino sobre la vida”.

Su próximo padre iba a ser Oliver Stone en una película sobre Vietnam, en la que el polémico director pensaba hurgar en la herida de la matanza de My Lai. Pero ahora mismo Stone está embarcado en despedazar a Bush en su biopic W. “Es una lástima, porque con todo lo que está ocurriendo en Irak era un momento importante para hacer esa película. Creo que ha tenido problemas para financiarla, así que igualmente habrá que esperar”.

También tuvo una madre, Asia Argento, que además fue novia y le dirigió en la prescindible El corazón es mentiroso, un filme basado en el libro homónimo de JT Leroy, ese escritor de pasado adolescente turbulento que luego resultó no existir —era un personaje inventado por Laura Albert, la escritora que en realidad escribía los libros—, y del que Pitt decía ser un gran amigo. Prefiere no comentar el caso. De igual forma, guarda silencio sobre sus aspiraciones a director. Tiene escritos dos guiones y está adaptando un libro secreto.

Lo que ya está en marcha es un filme a las órdenes de Abel Ferrara, otro genio peculiar que añadir a su colección de directores especiales. Quizá Ferrara, con su larga carrera de adicciones nunca superadas, no vaya a ser precisamente el padre ideal, pero a Pitt le apetece meterse en un thriller que será la precuela de El rey de Nueva York (1990). Hasta que comience ese rodaje “toda mi vida va a ser música”. Mientras no acabe como Kurt Cobain, todos contentos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

lo amoo pongan mas notas sobre michael pitt amo JAILBAIT, BULLY, FUNNY GAMES, MURDER BY NUMBERS y DELIRIOUS.